Para los que aún no lo sabían, en el planeta hay vagabundos de primera clase. Se les puede reconocer por su manera de hablar, como si la locura y la poesía vivieran en una misma frase. Algunos cargan una guitarra al hombro y patean países enteros con un costal de canciones en los labios.
Tienen la mirada perdida, o más bien encontrada, como los profetas. Ríen, como los sabios, y se hacen preguntas en voz alta, como los grandes humoristas. Son incómodos, por naturaleza. Andariegos, por convicción. Y sencillos, por la estricta necesidad de ser verdaderos. Algunos tienen hasta cédula de identidad y hay uno, particularmente, que responde al nombre de Facundo Cabral (La Plata, Argentina, 1937).
Es argentino, porque la tierra cambia de nombre a cada tanto, pero es universal, porque él cambia de destino a cada minuto. Dicen que ha recorrido 170 países y que ha grabado más de 120 discos. Dicen que su irreverencia y su honestidad musical no tienen día libre. Dicen que reflexiona en re mayor, que canta en forma de poema, que protesta y cuestiona y acusa y predica y defiende y agita sin descanso.
Muchos resumen a Facundo Cabral en una sola frase, quizás excesiva, quizás solitaria: el juglar del siglo XX. En todo caso, a Facundo Cabral se le notan sus conversaciones con Cristo y Ghandi, sus tertulias con Jorge Luis Borges y Krishnamurti, su sobredosis de poetas y filósofos, sus encuentros con presidentes de estado, multitudes, personajes anónimos del camino o santas como la Madre Teresa de Calcuta.
En los años 60 y
70 fue uno de los grandes emblemas de la canción de protesta. Hoy, el tiempo lo
ha convertido en una perseverancia feliz, en una suerte de sacerdote de
la guitarra y la
palabra, en un
cantor imposible de
obviar de la historia
musical latinoamericana. Es
tan sencillo y
demoledor como que
Facundo Cabral tenía que
existir. Los vagabundos
de primera clase son seres
imprescindibles e irremediables.
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